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El libro negro
Madrid, Huerga y Fierro, 2006
65 pp. 22x14 cm
Poesía.
ISBN: 84-8374-563-1
PVP: 11 €
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La luz en la ventana


Cruza un hombre que canta siempre la misma estrofa.
También yo misma escucho,
hace días, la música -me arranca
de un mundo de miseria, para llevarme, exhausta,
a la miseria propia de la vida,
al asco de saberme en el instante
que hace girar la rueca-.

Cruza ese hombre, solo,
en la sola vorágine de un tiempo.
La soledad y el tiempo, el tiempo en soledad,
cruza la voz, el canto,
la incertidumbre cruza. Es una fecha,
es una cifra sola la existencia.
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Resurrección de Alfonsina


Venida de la sombra, envuelta en sombra,
sombreados mis ojos, emerjo de las aguas.
Desconocida yo y desnombrándome,
intento eternidades.
Camino sobre el flujo del recuerdo.
Resucito la carne en tanta noche.
Doy de comer al pobre, al miserable
acuno entre mis pechos,
al ladrón dono el himen y en mi vientre
se multiplican ella y su guadaña.

No me cerréis los brazos,
no me blindéis las puertas,
no me arranquéis el clavo de los versos.
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Encrucijada


Me cruzo con el tiempo. Cada edad
convive a la distancia del olvido.
No recuerdo el perfume de las cosas.
Es agria la mañana y las aceras
se llenan de gentío; cada uno
aprende las palabras nuevamente.
La gravedad del verbo es una losa,
un silencio de losas, un escándalo
que toma nuevas formas. Si te encuentro,
no me arrojes la piedra de saberme
en un mundo distante y huero y falso.
Convivimos sin tiempo y todo tiempo
se une en derredor. Todo es penumbra.
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Carpe diem


Pasean la mañana y el jardín
es un campo de luces; tornasoles,
las delgadas caléndulas, jazmines,
rayos verdes de hiedra. Todo crece.
Las muchachas tan blancas con sus alegres cofias,
los muchachos, quebrándose de amor,
un perro pasa
inadvertido al tiempo y el rocío
parece ser encaje de lentejuela y plata.

Nada queda mañana. En las aceras,
los pechos que transcurren vertiéndose a los pies,
los rostros mustios,
y una esquela y dos cirios y las flores
sobre pequeñas tumbas, y los niños.

Ay, si los niños viesen
sus rostros cuarteados por la tierra,
el sudario deshecho con organdí y con blondas,
las áridas muñecas de la muerte
bailando sobre ellos y sus madres
dándoles de mamar
para esa nodriza que les coge
en sus brazos de nieve y les ahoga.
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Testamento


Y tengo que morir
después de haber amado al hijo,
al que me hinchara el vientre,
y a la niña pequeña, repudiada en la China,
llorada por los árabes
y obligada en su tribu a cercenarse el clítoris.

Y he de olvidar sus rostros, no queriendo,
agradeciendo al hombre su tristeza de hombre,
siendo feliz pensando,
a pesar de las llagas de la vida.
Creyendo ver un cielo
en esta tierra móvil, que se abre
enterrando a los vivos de la India,
recomiendo las manos de los niños
que escarban en la mina locamente,
descomponiendo grandes edificios,
rompiendo las ciudades y las formas.

Y he de callar sus nombres, olvidar las palabras,
no componer más versos en la muerte.
He de saber rendirme.
Por eso vierto, lenta, el testamento
de lo mucho que os quise, hermanos míos,
diminutos arcángeles de carne,
animales de dioses más perfectos,
criaturas del lodo, con las alas
elevadas de viento y hasta henchidas
de amar tanta inmundicia y ser felices.
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Ladrón de sueños


Le estoy robando al tiempo cada imagen.
Cada día perfilo la línea de una torre,
el enigma del vuelo de los pájaros,
el olor de las rocas, cuando caen al mar,
las faldas amarillas de la luna.
Observo, lentamente,
cómo se aman los perros, las orugas,
los tercos moscardones de la tarde,
los muchachos de barrio en las esquinas
de esta vida que acaba cuando nadie
quiere ponerle el punto de remate.

Le estoy robando a Dios su arquitectura
por si acaso no hay nada tras la muerte.
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Presencia


La calle a media luz.
Una mujer transporta ciegamente
su vieja mecedora de rejilla.
La deja ahí, en la acera, y vuelve a entrar en casa.
Reaparece pálida,
con su blanca silueta perfilada
a la luz de la luna.
Se sienta indiferente y va meciéndose
hasta que el sol, de nuevo,
devuelva los matices a las cosas,
y entonces llegue él,
montado en algún carro de madera
cuyos metales, rancios,
conservan esa herrumbre de la muerte.

Les pondría sus nombres, si no fuera
porque sé que no existen más que el tiempo
fugaz de recordarles. Mis palabras
irían a parar junto al vacío
que dejaron sus cuerpos hace años.
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Lesbia ante el espejo


Yo también he amado a quien no existe
y he mirado, sin ver, esos dos ojos
y esas manos de algo, que no eran dos manos
sino las delictivas pieles de un deseo
que tampoco existía en ningún sitio.

A veces, yo -un yo que era yo sola,
frente al rostro de alguien que no era-
he amado con tanta servidumbre
que el corazón se ha roto, y ya no puedo
querer saber quién fue
esa sombra de mí a quien miraba.
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Oración en el supermercado


Qué inmensa gratitud. Qué bello el día
con su cielo de ira atempestado,
los coches que deslizan sus siluetas
de hierro y no son nada,
periódicos que aúllan, mentira tras mentira,
terremotos y guerras y matanzas.

Qué bello respirar
en medio de una plaga de bovinos,
acercarse hasta el mar inalcanzable,
o hacia esa intermitencia de la arena,
escuchar cuatro frases
sin más significado que ninguno,
poder coger un taxi a ningún sitio
para seguir viviendo,
seguir dilucidando para nada,
absorber el paisaje,
ver un rayo de luz, poder gritar: vivimos;
aunque existan las manos de un marine,
las catanas de jóvenes oscuros,
los ojos de criaturas que desean
gozar, sólo gozar
el mejor de los mundos que se hizo posible.
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Confesión


Siempre el último miedo
a decir las palabras plenamente,
a que la vida viera mi desnudo
como un espejo vela la pena que se mira.

Siempre andando en el verso,
en la verdad que es doble -si es medida y metáfora-.

Siempre ocultándote,
por miedo a no decirte que jamás exististe.

Siempre andando despacio,
con la luz de lo oscuro encendida en los ojos,
con miedo a recaer en otra gran locura.

Y el animal del alma llagándose,
luchando contra un cuerpo irreverente
que deseara todo. Y el animal del cuerpo
languideciéndose,
cayéndose a pedazos por escuchar al alma.

Siempre la misma lucha
de un mí que, contra mí, se extiende.
Esa misma memoria del olvido.
Ese puro deseo, por jamás ser tocado.

Pero jamás un verso que dijera los nombres,
el dolor en hilera de abandonar la casa,
los celos por los gestos que no tuve jamás,
ni jamás una carta que gritara:
me muero por un verso,
un abrazo de alguien que es ausencia,
qué te pasó; una rosa
que pusiera remedio a tanta muerte.

Solamente poemas, y libros, y poemas,
hasta asfixiarme entera
..........................................y quemarme la vida.

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