Arte de perros
Prólogo de Luisa Futoransky
Jerez de la Frontera, EH Editores, 2006
88 pp. 20 cm
Colección Hojas de bohemia, núm. 3
ISBN: 84-934798-3-7
PVP: 10.00 €
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Teoría del espanto


Pobres perros.
Hacinados viajan, caras sucias
entre fardos inútiles.
No les cabe en los ojos la mirada,
saben la libertad como una presa
que se escapa y no logran arrastrar el paisaje.

Pobres perros con sed;
agarran a sus hijos, los aprietan, los miran,
sin poder escapar.
Otros yacen, ya muertos, olvidados de sí,
desconociendo al dios, ignorando los rezos.

Pobres perros, transidos de dolor y cansancio,
babeantes, desnudos, deshechos hasta el fin,
abominados, flacos
-son galgos al final de su carrera
y el que les grita tiene su muerte calculada-.

Y no pueden correr,
sustraerse a las garras de su amo,
saltar las alambradas, no ser víctimas.
No pueden renegar de la barbarie
ni arrancarse las marcas de su piel.
Se les salen los ojos mirando al horizonte,
caen contra las piedras extenuados,
sus costillas parecen la carne que no tienen,
atienden a las órdenes del que aúlla, gimiendo.

Pobres perros judíos, allá en Austwich,
el negro cementerio del poder de un idiota.
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Cuarta conversación [con Cancerbero]
(acerca del perro de la noche)


Hay un perro en la noche, alarga negros
tentáculos, es sombra,
entra por las ventanas de los pueblos
y empequeñece todo. Un alarido
denota su presencia, tiene ojos
de papel y figuras impresas en el blanco.
Es un perro ambicioso que aprisiona a los hombres.
Donde tú estás no existe, no existe ahí, en la muerte.
Tú paseas tranquilo, como un hombre que tiene
su casa ya dormida, su habitación abierta,
su mujer a la espera. Como un hombre que sueña
con dioses y misterios, tal vez inalcanzables.
Como un hombre que juega a descubrir la vida
sin normas que le atrapen. Donde tú estás, no existe
ese animal bravío, el funesto sabueso
que juega al gran hermano. Donde tú estás, tú solo
le lames las enaguas a la muerte,
le traes hombres muertos,
agarrados a ti por su cansancio,
por su lucha baldía, por su angustia.
Donde tú estás, quién sabe qué inflorido
jardín entre las aguas o entre el fuego.
Dond tú estás, no hay dinero ni aquelarres
para pagar la sangre de los pobres
condenados a ti, a tu ladrido,
a tu beso infernal. Donde tú estás,
sólo nos libra Dios de lo de abajo.

Dime tú, Cancerbero, ¿vive ahí,
irremediablemente muerta, la poesía?
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Cave canem


Aprendí a hablar temprano, con el primer hueso.
Despertó mi penuria,
casi al tiempo, de amar la libertad.
Cuidado con el perro –CAVE CANEM-,
porque es animal carente de conciencia;
sólo él es capaz
de arrojarse a la tumba de su dueño
cuando éste fenece. Sólo él,
al pie de los amantes esculpido
por nobleza y lealtad. Cuidado,
sus palabras no son edificantes,
puede morder, replica
al sentir que le allanan territorios.
Vierte mordacidad, es un poeta,
está loco de luz, es noble, si lo pisas
suele lamer los pies. Ninguneado,
habita las cavernas de la sombra,
suele andar con Platón, lee a Plotino,
su caseta está siempre sosegada.
.......................................................... Cuidado,
¿no leéis el letrero que grita CAVE CANEM
al entrar en la casa de la Literatura?
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Asistente virtual


Se sienta sobre el folio. Es un perro virtual. El poema también existe y no existe. El perro alza el cuello, mueve el rabo, husmea. Me mira de repente, porque ahora yo, también, soy virtual. No sé de dónde vengo. No sé qué tiempo queda. No sé qué mano empuja estas sordas palabras que se leen sin papel, sin sonido, apenas sin materia. Todo es hueco. La realidad es hueca y no existe, como tampoco el pero tiene piel, ni sabe a dónde mira. Yo tampoco comprendo qué compongo, qué extraña lasitud me convierte en poema.
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Los perros de Jezabel


Estaban las murallas, esa tarde de campo estaban las murallas. Caminaba desnuda. La ciudad era otra, cambiante, más al sur, más antigua en el tiempo, quién sabe, o acaso más profunda. Ella estaba desnuda. Los perros la seguían por las viejas ruinas de una ciudad grandiosa. Las teselas brillaban bajo sus pies descalzos. Un perro se acercaba lamiéndole los pies, el viento hacía lo mismo con las hojas de acanto que, moviéndose, jugaban con la sombra. El mar era una llaga palpitando a lo lejos. Su silueta emergía detrás de la muralla como un copo de escándalo. Los perros aullaban. A su llegada todos acudían en ruedo. Desnuda y confiada se sentaba en el centro y vibraba en sus labios la canción que había aprendido de boca de unas lobas, más adentro, mar adentro quizás, en lo profundo de algún sueño de brujas. Cada perro, ordenado su gesto, se tumbaba. La ciudad, más moderna, o acaso menos dada a la belleza, seguía su trajín, llena de coches, vehículos ruidosos que cruzaban la tarde. Un humo espeso desprendía sus gasas sobre las ruinosas escalas de aquel templo. Ella, desnuda, en medio de unos canes que nunca morderían sus huesos. La muralla, sólo era, a pedazos, un marco diferente. Jezabel, no era ése su nombre.

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