Ilustraciones de Magdalena Bachiller
Vitoria/ Gasteiz, Diputación Foral de Álava, 2006
61 pp. 21 cm
ISBN: 84-7821-618-9
PVP: --
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Paisaje
Todo es bello en el mar,
mas cuando el mar transmite sus morfemas,
cuando la mar conserva en su yacija
las formas ya no forma, cosas rotas,
las alas del metal que se deshace
como oxida la vida sus fronteras;
cuando la mar, la bestia,
se transforma en corcel,
cuando las olas vuelven sin el ser en sus lomos,
cuando ya estalla rota esa mujer
que espera en cada véspero al marino,
cuando el hombre que espera al navegante
vuelve, ya deshonrado, a su miseria,
todo es negro en el mar. Brillan las olas
en cada despertar y en sus abismos
ciegos peces perlados se pasean.
Todo es bello en la mar y bello todo mundo
y son bellas las guerras, sí, muy lejos.
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Ante la imagen
Te tengo ahí delante, oh mi mujer desnuda,
y te miro los muslos sin pudor
-no está hecho el pudor para la forma humana-,
te miro sin sorpresa,
porque nada en el hombre me es ajeno.
Te miro desde el atrio de los dioses,
de los que fuimos hechos tras el primer delirio,
y veo la caverna de Platón,
rodeada de voces y de labios,
veo la noche oscura,
cuando la casa nunca descansa sosegada,
el pensamiento veo,
extraño y creacional, en su vagina,
elevándose mundos que, quizás al antojo,
me hagan llegar al fuego de la alquimia.
Miro y veo y me siento
entre tus piernas, mías
-porque a imagen, vestal desconocida, sueño-
y analizo, tal vez, un matriarcado
semejante a algún huevo y su gallina.
Veo rodar la tierra de los muslos
en su constelación de hondos
agujeros, sabidos, de lombriz
y me acerco hasta el parto primigenio,
oh mujer, tan desnuda de ecuaciones.
Te tengo ahí, constante,
ante un resquebrajado espejo. Nada sé
ni me permito nunca esa cicuta,
ni entrego a Boabdil el paraíso
que levanto en ensueños mientras veo,
como en arena alzadas, tantas formas
de elevar esta Alhambra prometida.
Desnuda, siempre ahí, de la certeza,
me tengo aquí,
ante la santa pluma que me dicte,
tal vez con tinta sacra, o con veneno,
unos versos que apenas
me retornan más dudas y más dudas.
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Unicornio en Manhattan
A través de las líneas verticales,
como una raya muerta de luz del mediodía,
cae un hombre al vacío.
El estertor callado de una mujer tan negra
que le arranca la vida. Es sólo un punto,
un punto que zozobra como un barco varado
a través de las nubes.
Al punto, Federico, mira, muerto,
y otro puñal se clava en sus versos oscuros.
Paralelas de luto
y aviones de sangre que transitan
a través de cadáveres y niños.
Rugen los hospitales y New York es la sombra,
el panal que avispea con metales y máquinas.
Fuera, el fuego en el aire, un fuego que arrasara
como una inquisición del viento.
Aviones con pompas de metal
y rostros calcinados,
y versos calcinados y aquelarres malditos,
creencias de cemento, nubes, nubes
articulando el grito del almuédano.
Cantan fragatas lentas que no existen.
Cruzan leves veleros las distancias.
El río va llagándose y la estatua
mata la libertad.
Brotan alas de sangre, son colmenas,
portalones de muerte, son estoques,
escaleras girantes de un infierno
hacia el nombre del dios. Rompen los niños
dibujos de unicornios y sus labios
dan de beber al mundo que calcina
los cánticos que amarran las creencias.
Las ballestas son signos. Las cruces son hogueras.
Los trenes se detienen y el ojo abre sus cauces.
Fuera, la multitud corre arrasada.
Las ventanas ventilan el absurdo.
Se escuchan las sirenas
que anuncian que ahora Ulises no encontrará la Ítaca.
Un cuervo cruza, raudo, la estela de ataúdes
que vuelan por la sombra.
Sombra sólo de sombra. Día sólo de agudos
y horrísonos clamores. Un muchacho
se arrodilla y redobla su imagen contra el suelo.
Se esparcen como secos preludios de los árboles
las hojas de un Corán que no contiene salmos
-un Corán de silencio
con banderas de pánico y masacre-.
Enfundados artífices del dólar ponen orden.
Todo está consumado, grita
la mujer bajo un burka.
Y en el jardín más álgido del oro
todo es humo y son lágrimas
las piedras que, rodando, van a parar al mar.
Sólo queda en el suelo
la mano cercenada de un infante
con un cuerno pequeño
tiñendo de color el largo abrazo.
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Unicornio en Mathaussen
Yo, Lía Hermann, he encontrado un papel.
Miro con sobresalto ese dibujo
que encerré entre mi ropa esta mañana.
Anochecía ayer cuando a esas mujeres las llevaron
entre gritos y niños con ojeras, cerúleas.
Se abrió en par el pabellón y alguna
dejó caer la hoja, cuarteada de miedo.
Un extraño animal y, debajo, un versículo
sobre el nombre de Job.
Es un esbozo apenas,
unas líneas apenas, unos signos
de una mano que, apenas, supo trazar la forma.
Yo, Lía Hermann, creo
que la otra noche oí cómo bramaba un hombre
sobre una joven virgen delgada como un sauce,
y lo escuché toser entre el plural agobio
y entremezclar su júbilo con llantos.
Miro con amargura ese caballo,
tal si fuera un juguete de lujo, una sorpresa
con un tornado gélido en su frente.
Y escuché unas palabras y una respuesta rota
y una voz que parecía seda, ya ultimándose.
Luego, la vi llegar
-el pabellón estaba ya en la noche-
y sentarse encogida en un rincón.
Una extraña silueta fue acercándose
hasta quedar dormida en su regazo.
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Unicornio en Bagdad
Miran negras mujeres con niños en sus brazos,
enjutísimos rostros con la pena,
con la sonrisa estática,
mas todavía aprietan en sus manos
el clavo del amor. Miran, tal viudas
de una guerra perenne. Hoy, en Bagdad,
saquean los ladrones la alegría.
Cementerios de cosas destrozadas,
fuegos que nunca nadie robara. Prometeos
absurdos amarrados
a un delirio, y ciegos, muchos ciegos.
La criatura, rota,
igual que un vil cadáver, que un guiñapo
-una niña doliente que ya no es ni niña-,
la muerte, abierta en cruz, con sondas en sus manos,
y al lado una muchacha, camiseta y vaqueros
-fruto de una costumbre del progreso-
donde se lee “Unicorn , made in U.S.A.”.
La niña con los rostros de otros niños muriendo.
La niña, sin futuro, la ciudad calcinada.
Estrechos corredores de hospital,
vertederos insólitos,
guerra, no más que guerra, guerra, guerra,
y la sangre corriendo por las calles,
la multitud corriendo por las calles,
los ladrones haciendo de Bagdad
una noche de fuegos impertérritos.
Las mujeres, de negro, con muertos en sus faldas,
muertos que aún respiran,
con cuerpos que ya nunca podrán tener seis años,
ni amor en sus caderas ni abalorios
sobre esos pechos jóvenes que nunca
florecerán. Los pubis de esas madres vertieron
cadáveres a un mundo miserable.
Negras mujeres, rosas
con pétalos sangrientos en sus brazos,
y la joven que lleva el unicornio,
y el terror en sus ojos, nada dice,
porque, a veces, las guerras
no son cosa de nadie. Los ladrones
se alejan con las vidas y en el suelo
quedan sacos de yute con letreros
rezando “Made in U.S.A.” y sangre, mucha sangre,
corriendo por los ojos y los labios.
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El unicornio fósil
Desierta la ciudad, con las primeras luces,
el hombre que atraviesa lentamente la calle,
a trompicones, ve, como un lento exudar
de alcohol enmohecido,
el cadáver lentísimo de un jardín
donde, a un lado, las máquinas
esperan, lentamente, sus oficios.
Desparramadas, duermen un sueño de metal,
con sus fauces de hierro, aún a la espera,
mordiendo en la vigilia enormes sauces,
troncos donde los pájaros se secan
al caer como muertos contra el suelo.
Enredaderas rotas
entre los cangilones y los tubos
que cruzan la ciudad y muertos rotos,
amanecidos muertos de otras calles,
otros jardines yertos, otros siglos
de los que sólo el lodo
es testigo del sueño bajo el suelo.
Y se para el borracho -casi muerto de nubes,
casi raído, casi, tal la máquina enorme,
casi ebrio de tierra, casi vidente- y mira,
y revuelve en el polvo su mirada,
y finge que no sabe que una ley lo prohíbe
-una ley que levanta, bajo un jardín, un agrio
aparcadero o nido de vehículos-,
finge contra la ley y escarba y palpa
memoria, largos húmeros, falanges
de distintos infantes y hombres, puzzles
en posición fetal contra la historia.
Caen bajo sus dedos y deshuesa
margaritas humanas que existieron,
vasijas que no pueden contener ya más vino,
cimientos de edificios que ya no habita nadie,
pedazos que ya nunca completarán la vida.
Allá, bajo la sombra de un enebro silente,
donde los arqueólogos dejan
un toldo a ras de suelo,
donde yace el botijo del capataz que, ciego,
dirige el movimiento de las máquinas,
donde, al alzarse el alba,
ya no podrá, ese hombre que rasguea
los últimos sonidos de la noche,
mirar qué cosa hay -qué verdad escondida,
qué no metal al uso, qué extraña floración,
qué rosa que no fuera la rosa acostumbrada,
qué lejana memoria de lo increíble y cierto,
de lo nunca posible y evidente,
qué tangente de Dios, factible e inmutable-,
queda un seco esqueleto, ya visible en la arena.
Unas cuencas enormes, sus dos ojos
de color ya borrado. Un manojo de crines,
estropajo invisible de los sueños,
y un cuerno, casi frágil, que, otrora, tal la vida,
alzara su jardín contra este tiempo
donde metales alzan los imperios de nadie.
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