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El ojo y el tiempo
Madrid, Vitruvio, 2007
Colección Baños del Carmen, núm. 138
55 pp. 21x13 cm.
ISBN: 978-84-96830-30-1
PVP: 12 €
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Mirando un cuadro de Alma Tadema
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Yo estaba entre las flores. Solamente pulseras en mis brazos
y, entre las flores, tú, una rosa de enigmas, tu cabello.
Frente a nosotros dos un pebetero y humo
y otra mujer danzando entre sus sombras.
Lienzos de luz cayendo del abismo,
lienzos de soledad, preciosos lienzos
con el color turgente de las aguas.
Debía estar el mundo alzándose en su mesa;
igual que comensales siempre ávidos
brindando con sus copas, los amigos.
Tú y yo nada veíamos sino un ardor de pétalos y mirra.
Altísimas columnas de mármol de Carrara
y mesas de lapislázuli
eran pequeña ofrenda a tu hermosura,
tampoco suficientes las almohadas níveas
que dentro contuvieran las pavonadas plumas
de un cormorán altivo.

Estábamos ahí, realmente tu mano en mi cintura,
tus ojos como astillas clavándose en mis ojos,
tus labios, la sonrisa más alta y unos libros
encima de la mesa. Sobre el montón, un álbum
con las reproducciones de unos cuadros
de Alma Tadema. El mundo
se abría ante la noche. Yo miraba
aquella plenitud de tu cuerpo hermosísimo.
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Sobre una fotografía de Lewis Carroll

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Me acercaría a ti
con un brincar de corzas en los ojos,
las manos, sólo pétalos, abriéndose a tu cuerpo,
un jardín diminuto en mis dos labios
para que tú libaras. Me acercaría a ti
con un cántaro de agua en mi palabra
y, si no tienes sed,
me acercaría a ti, con mi silencio,
aguardando la noche en tu costado.
Porque de ti tan sólo soy la niña
que creció para ti
con una llama azul entre sus pechos.
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Mi cuerpo es un marfil tallado por tu ausencia.
Con mi mirada rompo los caminos
y siembro girasoles. Yo rotaré en ellos
buscando esa caricia
que un día abandonaste sin más tiempo.
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Siempre supe de ti, pero estabas distante.
Siempre volé hacia ti aunque no hubiera puerta.
Guardé siempre tu nombre
dentro de esa cajita en que la música
lanzaba bailarines al amor.
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Me acercaré esta vez
cuando la sombra cubra mi silueta
y ponga ante tus ojos lo que fui
cuando de mis caderas frágiles
arrancó, en soledad, esa primera luna.
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Más oscura será la noche aún,
si tú no acudes nunca.

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Acerca de la ciudad imaginaria de María Zambrano
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Llevo ya tantas horas sabiendo tu presencia,
tantas palabras bellas se han ido edificando
sin yo saberlo. Solas, elevando las líneas
mientras yo contemplaba este vacío,
y crecía tu imagen -ciudad imaginaria,
como dijo Zambrano-.
En ese trazo siempre intangible o la nada
que envuelve cada cosa que no está, a nuestra idea
vamos alzando el cielo, el único posible, del amor,
el único durable de los sueños.
Llevo ya tantas horas sabiendo tu presencia
que el resto es un silencio
y estas palabras mías, espejismos.
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La mano de Ibn Zaydun
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Yo siempre tuve miedo.
El miedo es como un cráter que se funde en los ojos,
como una rosa oscura que se cuaja en las sombras,
igual que una ventana donde no asoma nadie
y es la propia ventana que refleja la vaciedad, el duelo.
Yo siempre tuve miedo y me aferré a las manos,
me aferré a las palabras que guardaban la luz,
me fui desenvolviendo entre los versos hasta llegar a ti.

Ya no preciso ahora las pálidas muñecas de la infancia
ni preciso los números sino para contar lo frágil,
lo que no tiene nombre; por ejemplo, yo cuento
la leve sinfonía de tu respiración distante,
el grado de color que la tristeza tiene en la palabra,
la medida invisible de tus manos batiendo,
como un cendal de seda, mis últimos minutos.

Cuando aún no sabía nombrar todas las sombras
yo contaba las sombras, fui inventando los números
hasta llegar al número de tus sílabas,
hasta saber el tiempo de tu encuentro,
hasta poder contarte todas estas pequeñas
historias de mi vida. Ya no preciso el número.
Me basta solamente con mirarte a los ojos
y reflejarme muda, hierática, invisible,
disuelta en tu interior como una corza frágil
a la que el viento mueve, cada día, a su antojo.

Ya no preciso nada, no preciso llamarte
ni decir cuánto añoro ni qué deseo, nada
sino tan sólo eso que me arrancó del pánico otras veces:
tu mano. Solamente tu mano sobre mi mano fría,
delgada, tan pequeña
que se caigan los pájaros terribles
y no quepa el espacio. Solamente tu mano
sobre mi mano llena de silencios.
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Contemplando Lilith, de Dante Gabriel Rosetti
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Lánguidamente mesa sus cabellos,
la mirada perdida, el corazón un alto
campanario elevando hacia el cielo su grito.
Se contempla al espejo y, en vez de verse, ve
lo que sueña, en el vidrio perlado que ilumina
más que los blancos cirios del candelabro muerto.
Una corona blanca sobre el blanco telar
donde sus muslos duermen. Duerme toda la estancia
y acaso está dormido su sueño entre los sueños.
Blanca piel de vigilia, blanca mano palpando
la suavidad sedosa que flota con las flores.

Lánguidamente espera, espera cada tarde su retorno,
espera cada verso su silueta, espera entre la oscura
estampa de la noche. Tal vez duerma la noche
y, más allá, su dueño, más allá de ese sueño
que ahora sueña despierta. Flota la rosa, en aire
se deshacen sus pétalos y el viento
que no inunda la estancia lleva en él
el silenciado nombre. Lánguidamente posa
sus vidrios en el vidrio, su mente en la presencia
que la tiene cautiva.

Ante ella se extiende una espesa arboleda
que va tiñendo el tiempo de color, la mañana
entregará a sus ojos tanta luz
que incendiará su rostro. Ella espera, despierta
el sueño que, sin ver, se mira ahí en sus ojos
a través de las horas de la noche.

Sólo la luna yerta
le prohíbe mirar su amor dormido.
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La belleza dormida
(Burne Jones)
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Los cortinajes no, no son del hondo sueño,
ni lo son las alfombras, ni el metal
que adorna con su euforia nuestros cuerpos insomnes.
Ya ves que cada noche se ilumina la sombra,
se apartan los telones de la inmortalidad,
las pulseras descansan
sobre los recios cofres de madera
y, tan sólo, desnudos, emprendemos el vuelo
a través de un espacio sin límites ni horas.

Asómate ahí, cuando la carne es
del delicado tacto de los mármoles
y los pies, cera quieta, tienen sed de tu fuego.
Acércate a esa lánguida irrealidad de mí,
a tanta dejadez que no pronuncia nada
y atraviesa la esfera del deseo
como la pluma vuela sin saber su materia.

Asómate, amor mío, donde todo se esparce
y nada arrastra luego cuando se abren los ojos.
No son de ese lugar sino las raras flores
que no sembramos nunca,
los vinos que jamás rozaron nuestros labios,
el perfume que apenas
nos atrevimos, juntos, a verter
en el más intangible de los cálices
y esa cadencia vítrea de mi cuerpo
que se convierte en agua cada vez que te llamo.

Asómate, yo duermo. Despiértame en tu rostro.



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