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De donde son las voces
Campo de Criptana, Edición del Ayuntamiento de, 2007
Colección Pastora Marcela, núm. 11
66 pp. 21,5x15,5 cm.
ISBN: 84-7729-365-1
PVP: --

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En el principio fue
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Cómo, madre,
esa primera vez que tú me viste
buscando y enhebrando lo que no fue tejido,
hilando en la memoria, cargada con el peso
de lo que eran las cosas, agobiada de luz,
mordiendo la manzana, todavía desnuda bajo el árbol,
dando pequeños saltos hacia un idioma altivo
que parecía al vuelo. Cómo y por qué, tú, madre,
me dejaste hacer,
me viste las dos manos manchadas de palabras,
la boca en el silencio,
en ese no decir, los ojos tan turbados
al contemplar hileras de diminutas voces,
hileras deslumbradas, como de niños,
de amargos niños solos vagando hacia el poema,
como si fueran niños al borde de la muerte,
judíos esqueléticos entre amargas metáforas;
y entonces tú, tú, madre, me cerraste las manos,
apretaste con fuerza este destino
y me sangraste, ebria de mi saber hacer.

Por qué tú, madre –yo, una pobre paloma,
una pequeña hormiga, un sauce diminuto,
un no ser viendo todo-, dejándome cargar,
deglutir, vomitar todo este largo pánico.

Por qué me permitiste, entonces,
conjugar tanto verbo.
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Un mundo de papel
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La luz en la ventana, oscureciendo
la terrible cuartilla de papel,
hasta dejar, agónicos
unos versos; temblando, una mano ya fría;
desnuda, una verdad; silente, un canto;
como si fuera el mundo
ese sutil retablo y la palabra
la sola creación, plana, perfecta,
sin precisar más tiempo, más lugar,
más dimensiones. Nadie
se ve y, sin embargo, todo
parece levantarse de sus líneas.
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Anaqueles
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Cuánto dolor se encierra
detrás de un lomo estricto,
un color que va ajándose en el tiempo,
los títulos alegres o sombríos,
las páginas que se abren cuando el hombre
sabe que va a morir,
que es un mendigo triste, un triste reo,
un caminante efímero. O murió.
Cuánta amargura; pienso
si el dios podrá acercarse, sutilmente, a los libros,
podrá leer, escritos, los nombres de sus muertos,
dejar cansadamente contra el polvo
el polvo del olvido
o habrá de revivir, por siempre,
cada verso y sangrar,
sangrar por ambas manos. Cuánto miedo
se encierra en estas líneas
que contemplan los ojos de una muerta.
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Pizarnikismo azul
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Y ella, nuevamente, levantara sus ojos
en esa habitación donde sus manos
tecleaban palabras que le abrieran
las puertas de casitas, delante de las cuales
bichofeos montaban bicicletas. Cleopatra
tenía un gran ejército de ellos
y la loc consumab
ese metsac eterno. Alejandra
volvía a despertar a la condesa,
a hablar de las fronteras tan inútiles,
a extraer otra piedra de locura,
porque sí, porque no, sí, no,
no cesa de morar en este bosque
ningún hombre cautivo que soñara.
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Inventario
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También en esto inmóvil se desarrolla todo,
pero querrán talar el paisaje invisible,
querrán dejar desnudos a los árboles
y hacer de todo corcho un sumidero.

Cuido adjetivos graves,
pronombres que me son tan necesarios;
riego altivas metáforas, como si fueran pájaros
comiendo en el no ser, bebiendo, austeras,
del cuenco de mi mano.
Guardo en lugar umbrío las aliteraciones
que mugen como espadas musitando su música.

También, entre lo inmóvil, esa guerra infinita,
la absurda inquisición del aire,
la censura de un tiempo
que no sabe siquiera que no existe.
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Dedos del aire
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Por qué acaricio el polvo que yace en los estantes.
Mañana, cuando duerma,
apilada también -porque en el suelo
se arrancan mil arpegios de geranios,
mil sonetos aúllan
por la boca impertérrita del agua,
raras nomenclaturas vienen
a tu mente ya muerta y te delatan
que ya no tienes modo de escribir el poema-,
mañana, cuando el tiempo
sea ya un cofre abierto de cenizas,
me tocarán los dedos del aire. Yo no sé
si esa criatura amarga se pregunte
qué hacemos tantos hombres en blanquísimas
estanterías llenas de coronas y olvido.
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La llamada
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Qué será de la voz, de la palabra afónica,
del verso sin columnas que se nos cae encima
y no existe Sansón. Qué será de nosotros,
en esta taxidermia intempestiva.
Seguiremos muriendo y algún verso
quedará sin final. Todo se fue una tarde
en que alguien llamó
y no había ni un taxi en la parada.
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..
,
,
Escribir es orar
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Acostumbrada al verso, busco signos,
indago con qué letra crece, altivo, el ciprés,
por qué de su cadencia aflora algo
que lo distingue. Algo
igual a cuando el verso se imprime entre la sangre
y te dices que es el verso que buscabas.
Algo como una recta
que no fuera sumisa sino recta.

Acostumbrada al rezo,
a ese rezo sin dioses, sólo rezo
-contemplación del todo, del que somos poema-,
busco ahora en tus ojos. Esa luz,
tamizada de invierno, habla del frío,
de la enorme quietud, la fuerte desazón
de ver correr el libro, haber leído ya
que se acerca la dársena
del último poema, que la cosa
está por terminar y no se ve la firma
ni se sabe a qué sombra nos dirige el ciprés
cuando intuimos –dicen- que ellos creen en Dios.

Ojalá sea ese el puerto
y el colofón bendiga cada cosa
que quedó abandonada.

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