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El monte trémulo
Ilustraciones de Magdalena Murciano
Barcelona, Seuba, 2004
58 pp 20 cm
Colección El juglar y la luna, núm. 190
ISBN: 84-8132-161-3
PVP: --

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Lapidación de la adúltera
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Arrójame tu mano y pálpame aquí,
pues te di de beber. Toma mi carne
y lánzame la piedra de tu sexo
-como una losa seca- y no me dejes
recuperar ya nunca de este cáncer.
Luego, deja tus pies -muy quietos-
sobre mi vientre quieto
-como otra piedra hecha de roca-,
y haz que mi flujo brote en tu presencia
-ala de piedra sorda-
y me deje llevar, nuevamente, al martirio.

Arrójame tus labios
y muerde, justo, aquí
donde mi boca, ardida, te contuvo.
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La hija de Jairo


Ella ya estaba muerta.
Violetas sembradas en sus ojos
y amor en sus pupilas
-esos cuchillos graves del amor
rompiendo su visión, dejando sola
la figura deseada y aún erguida-,
sus dos manos, ya frías
de haber palpado poco y sus pies
tan desandadas rosas.

Y estaba, ahí,
tendida en esa tumba
con sábanas bordadas e iniciales
de haber tenido dueño y haber muerto.

Y llegaste desnudo. Recuerdo que te abrió
un ángel invidente esa otra puerta
y te acercaste a ella
-mujer de cuyo mármol nada
fructificara en agua-
y miraste su rostro sumergido
en un sueño que ahora debía ser de fuego.
Sí, aún pudiera ser
de suficiente amor y, en ti, elevarla
-devolverle a la carne su estructura-.

Y la besaste, empero
le quitaste la ropa tras hacerlo
y la sentiste tibia y ardiendo y encendida
al escuchar tu ruego:

-Niña, levántate y anda,
acércate a mi vida y seamos uno
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Las flores, que cuajadas envolvían las sombras
derramaban sus pétalos y un pájaro
izó su nido, envuelto en sarmientos tan negros.
Había regresado y era tuya
y exhalaba un perfume, adormeciendo
toda su nieve antigua y su cintura
comenzó a cimbrearse y a ser fuente,
a ser gota de cal que te llagara
encima de tu espada. Ya dispuesta.
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Las bodas


Derretía la tarde sus fronteras de luz
y estaba el mar hirviéndose
en una lontananza de silencios y pájaros.
Me cubrías el rostro con los besos
y me decías:
************-Esa tremolante ladera sobre el mar
es solamente sombra,
pero también camino hacia el ocaso.

Cruzóse ante mis ojos
la irisada gaviota de la vida,
como señal de muerte en otro invierno
de colinas de luz, argénteas, planas.
El dibujado grito de un albatros
gemido de distancia, el hilo breve
de ese terrible amor que me curtía
tras aullidos de sal y de quererte.
Rompió el mar todas sus olas en silencio,
calmó todas las horas de sus playas,
renunció a sus corales y de azul
se vistió para hablarnos.

Yo me encendí de ti.
Me hice primavera entre tus labios.
Me sometí a tu estirpe y te hice vino
-allá donde tu agua se vertiera
para darme a beber-. Te di mis pechos
que manaran la hiel más dulce, el blanco
deseo de la cal
y su alba lujuria detenida.
Y te grité:
**********-Sí quiero.

********************Y nuestra sombra
recubrió la tersura de esa playa,
la roca derretida en ese acantilado donde peces
portaban los anillos y las arras.
Y, si fui tu mujer aquella tarde,
la noche me cediera todo un cuerpo
de oscuridad y frío y de angostura,
templándose en el mío. Para siempre.

Y el mejor de los frutos de sus uvas.
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Apocalipsis


Llovía. Cada noche llovía en el amor
y cada día, nuevo, una paloma
se posaba, mojada, en la ventana.
Los coches, cada día, iban tomando, fuera,
velocidad y pánico
y la terrible fábrica exhalaba
sus humos. Cada día, la gente iba extendiéndose
de un continente a otro y los niños morían
con sus manos resecas,
deshidratados, víctimas de su dolor constante.

Cada día el amor se hacía más intenso,
delirante quizás. Era como una daga
tenerte en el costado, derramándote
igual que una gaviota, humedecida y negra,
por tantas malas lenguas -de fuego-. Me querías.
Nuestro lecho giraba,
en tornasol de aguas y palabras.
Llovía,
toda una lluvia fina
de irisados carmines y de rosas.

Pero los coches iban, cruzando roncas calles,
cada vez más deprisa
y Argentina lloraba.
No llores más por mí.
-Gritabas en correos que eran sólo de luz-.
Llovía en la mañana y, sin paraguas,
debías regresar hasta el trabajo.
Cruzaban tras de ti las ambulancias.
Aullaban los pájaros. Cendales
de duda te inundaban al pensar en tus cosas.

Mis hijos aún crecían,
solitarios y lejos. La ciudad
se inundaba de luces y sus faros
iban a dar al mar
donde lentas pateras eran crónicas
de muertes hechas vidrio, cubriendo el vasto estrecho.
Un cielo atempestado
se disponía, lento, a devorarnos.
Pero tú me querías.
Izabas tus dos velas en mis pechos
y devorabas todo
-el tálamo girando enloquecido-.

(Una mujer tendiendo,
agriamente, la ropa y se mojaba
esa turbia esperanza de cubrirse.)

En el azul del mar
se habitaba una lámina de aceites.
Los muchachos gritaban en orgías
nocturnas por las calles y New York
recitaba un poema, carmín, a Federico.
Aviones de fuego se instalaban
en pupilas pequeñas y hasta el dios
de la moneda, ebrio, caía contra el mundo.

Todo estaba dispuesto. Y me querías.
La tierra se agrietaba. Y me querías.
El sol rugía manchas. Me querías,
y un pueblo de miseria -me querías-
intentando sajar. Sí, me querías.
Hubiera dado yo
mis ojos capitales por silencio
cuando la playa entera
arrojaba sus lavas infernales.

Me querías
y yo te amaba a ti, desenfrenando
y cosiendo tus llagas. Me querías
y tu sexo, en el mío, era ya un cataclismo
-me querías-.

Poseer aún tu risa, un imposible.
Te quería rehacer,
tronar en mí tus labios radicales y ansiosos,
llevarte a sonreír, y no era dado
ese milagro aún entre la herrumbre.

Me querías,
mientras del firmamento, en luz,
se escuchaban trompetas. Cada noche
llovía en nuestro lecho. Me querías.

Frente a la hiel extraña de los otros,
un amor hecho cruz y sangre y rabia. Y vida.


Magdalena

Yo me solté el cabello y cubrí el mar.
Detrás del mar, tu pecho, y lo llenaba
de algas virginales y de hierros.
Como un enorme cristo te extendías
y tus manos de amor eran de arena.
A lo lejos, un barco,
con las constantes secas y aparejos,
cernía sobre mí caminos, peces,
y una tela tan blanca, el horizonte en luna,
te servía de paño de pureza.

Yo, oscura y decrecida, esa amante o mujer,
la magdalena ciega que tendía
suavemente las velas de sus manos.

Oreaba la brisa, hasta dejar
caer, rota, la sangre.
El viento era una lanza
que alzaba aquel peñón y lo lanzaba
en una violenta y azul lapidación.

Eran gaviotas.
Los ángeles del sur eran gaviotas
que, cegadas de ti, confundían sus rumbos.
Eran letras volando,
porque así, en la mañana prima del amor,
existió la palabra.

El mar, allá en tu talle, se encallaba
y te hacía brotar, sinuoso, el esperma.
Yo, ay de mí, oh pecadora ardiente,
te tomaba esa sal
y enjugaba mi rostro y te decía:

—Tengo sed.
Urgentemente, tengo sed
y dame de beber, porque en tus brazos
ya he dejado mi espíritu.

Se escuchaba el murmullo de la plebe.
Coches enfurecidos que cruzaban
augustas avenidas
y un niño, en cuyos ojos
se enmarcaba la tarde, que aullaba:

—Padre.

Padre tú, tan hermoso, tumbado y de cabeza
sobre aquella colina de mis pechos.
Y, al lado, en la bahía,
una concha con óleo y con perfumes.

Y me soltaba el pelo, recubriendo
la sombra de tu herida
y dejaba que el mar
penetrara en mi vientre y me cernía
como sola y confesa paloma entre la tarde.

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