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Esa mujer de Lot
Valencia, Institució Alfons el Magnànim, 2004
29 pp 23 cm
Col.lecció Els plecs del Magnànim, núm. 89
ISBN: --
PVP: --

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Encrucijada


La ciudad calcinada, un bombardeo.
American boys altos, con dos alas
de metal, esa herrumbre
donde se lee: Bush Co.
Busco un muerto en la paz, un sólo hombre,
o cinco prostitutas que no vendan
sus ideas a nadie. Busco un circo
donde me crezcan todos los enanos,
busco un dios, debajo de las sayas y sayones.
La ciudad, río abajo, como arriba,
aguas sucias y fuego, fuego, fuego.
Busco el ala de un tiempo que no existe
y encuentro que, al mirar, nada me mira.
Yo sola me condeno a este fracaso
de no saber adónde me conducen las cosas.
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Playa de las Palmeras


En la playa lejana de la infancia
hay una roca erguida;
y, ella, saliendo al mar. Caminando en las aguas.
Ella, impura,
con su pequeña concha, donde caben las sombras.
Ella, ágil, como terca gaviota izando pechos,
tocando la verdad, la forma de ese toro,
el minotauro joven que la mira.
Ella, creciendo al par
de las mareas altas y tornados.
Ella, haciéndose hombre,
con pulseras de plata en los tobillos
y las rejas de un velo que no podrá rasgarse.
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Guerra Santa


No sabe cuántos iban,
no contaba las sombras de los muertos,
no llegaba al repaso: Federico,
presente en la ignominia; Alfonsina,
virando entre las aguas
como patera alquímica; Luis,
en un destierro absurdo
y ni vivo ni muerto; Jezabel,
podrida desde lejos con un perro en la espalda.
No sabe cuántos fueron: Juana de Arco
llevaba la bandera. Mariana le guiñaba los ojos;
detrás de ella, un muchacho leía:
«En una noche oscura...».
Si miraba hacia atrás,
estaba, nuevamente, el enemigo.
Iban Sartre y Virgilio discutiendo,
absortos en la nada.
No sabía quién era, al contemplarse
veía sólo un rostro. Iba Neruda
con un álbum de cisnes y materia.
Borges y Altolaguirre,
enumeraba uno, el otro, serio,
describía el exilio. Iba, desnuda,
el pecho salpicado de napalm.
Detrás, aún iban miles
de soldados con versos en las manos.
No sabe cuántos forman
esas rosas de suelo que se pudren.
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Retrato de mujer


Ella había crecido
bajo el pilar del templo y la armadura.
Sabía de las eras que no eran,
de las brujas quemadas en Salem,
de Galileo ardiendo como un sol gravitado,
de Servet con la sangre vertida en la quietud.
Ella había cantado
al sol, como quien tiende un brazo.
Sabía de mujeres en mezquitas de higiene,
lavando su colada y de las cosas
que una guerra dejaba calcinadas.
Sabía de caer –cada peldaño, un rictus
de pecado en el rostro,
en la falda naciente de belleza,
en el encaje hostil de los pezones,
en los labios que gritan por poseer más labios–.
Sabía de esplendores
en las yerbas marchitas de los cines.
Sabía de esa escena en que Sacco y Vanzetti
cruzaban el vacío de la historia.
De lo que nunca debe tocarse con los dedos.
Ella había crecido y añoraba
poder plegar sus alas contra un cuerpo.
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Regreso de Sodoma


Como el perro que gime al contemplar al amo
y ladea la cola y husmea en la vertiente;
como el perro que sabe que está escondido el hueso
y escarba, escarba, escarba en el pasado,
intentando mirar hacia las cosas
que ya no tienen fechas.
Lo mismo que ese perro
que se muere de frío en un camino
y los hombres suceden y lo miran,
pero no ven el daño. Lo mismo que ese can,
veo pasar la muerte, es una niña
que viene de Sodoma, como si aún tuviera
una antorcha encendida; la ciudad
tiene ya un nuevo nombre y otras casas
que se vienen cayendo como antaño.
Lo mismo que el lebrel
que persigue a la niña y va lamiendo
esa mano pequeña capaz de reventarlo,
lo mismo que esa fiera reducida,
que ese torpe animal, ya sin memoria,
que ese que fuera lobo y ahora, dócil,
se tumba sin comer y mira, miro,
y la muerte, la niña,
me tiende una sonrisa mientras palpa
mi testuz con la mano que pudiera ser de ángel.
La muerte, esa chiquilla que aún viene de Sodoma
como si nunca el dios quisiera perdonarnos.
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Camino de Segor


No sé si eran trenes.
Salían desde el fuego, carreteras
con gente como antorchas, inundando la tarde.
Mirabas hacia atrás, veías charcos,
miradas que mostraban lobos dulces,
lobos locos aullando, lobos desheredados,
lentos lobos muriéndose de amor.
Había niños, como puzzles bellísimos,
rasgados por el odio. Unas muchachas
agarrándose al miedo, con las túnicas
rasgadas y asomándose
los delicados pechos contra el fuego.
Delgadísimos viejos renqueando
entre el polvo y el aire enfurecido.
La ciudad diluyéndose,
Sodoma o Madrid. Mathaussen o Manhattan.
No sé si eran trenes,
ni en qué lugar el dios, ni a qué creencia,
ni por qué tanto pánico. Y el cielo
era una hoguera rosa que caía
a láminas de sal. Ella, desnuda,
no sé si descendiendo de un vagón
que saliera temprano hacia el infierno.
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Esa mujer de Lot


La casa estaba abierta.
No tuvo tiempo, apenas, de coger esa caja
que rematara, estático, un pájaro de loza.
Tampoco de mirar
aquel viejo retrato de su padre.
La casa estaba abierta y en el zaguán oscuro
un gato que, de lejos, maullaba. Lo quería.
La ropa zigzagueando como bandera extraña
que no perteneciera a ese absurdo país.
La silla que, de niña –la mecedora rota
que guardara memoria de la abuela–,
usara a cada instante,
dormitaba silente en la buhardilla
y el triciclo oxidado
iba arrojando herrumbre por el muro.
La casa estaba abierta, no podía cerrarla.
Tuvo que abandonar las escasas libretas,
amontonar los poemas y olvidar en la estancia
las cartas con que Lot la llevara a su vida.
Tuvo que dejar todo y con la túnica,
esa túnica blanca
que se arrancara un día para mostrarle el cuerpo,
salir, casi descalza, ante el bramido fiero
de aquellas dentelladas de fuego. Iba cantando,
tarareando tiernas
las canciones que antaño le abrieran tantos sueños.
No podía cerrarla, era como una caja
donde Pandora, oculta,
dejara la esperanza de volver.
Y se giró, en los ojos
la memoria de un tiempo tan sencillo
que no quiso zanjar. Giró, de pronto,
y comenzó una armónica carrera.
Sin temer que algún dios
pudiera allí negarle el paraíso,
retornó hasta la casa de su amado.

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